Hace algunos años mientras que estaba tomando un curso de español en la ciudad cercana de La Ceiba, mi maestra me preguntó, completamente perpleja, si me había mudado a Honduras porque no me gustaba la comida en los Estados Unidos.

Cuando me rié y le contesté «No,» su expresión no cambió, y siguió adivinando, «Entonces…no te gustaba el clima allá?»

La pregunta por qué vivo en Honduras — un pais con playas famosas al nivel mundial igual que su cantidad de asesinatos — se me presenta varias veces semanalmente, la mayoría de veces por taxistas curiosos quienes se ponen inapropiadamente interesados cuando menciono que me he casado con un hondureño. Su próxima pregunta, siempre con una mirada traviesa: «Tienes algunas amigas solteras?»

Mi respuesta para la primera pregunta (y no para la segunda) es ésta: «Estoy aquí porque estoy segura que Dios me ha traído aquí. Si, Honduras es bellísima y, si, tiene bastantes problemas, pero no estoy aquí porque es el lugar ideal para mi ni porque quiero «reparar» el país, sino porque Dios me ha traído aquí para cumplir Sus propósitos.»

La historia, claro, es mucha mas larga que esa, pero por lo menos esa respuesta disipa cualquier malentendido que estoy aquí para disfrutar del ecoturismo y los «canopy tours» en las montañas alrededor del Rio Cangrejal.

Recién alguien aquí me preguntó si El Pino (nuestra aldea en las afueras de la tercera ciudad mas grande de Honduras, La Ceiba) es un lugar bonito donde vivir. Siempre con dudas acerca de cómo contestar ese estilo de preguntas y no queriendo ofender a nadie, le pregunté respetuosamente a mi esposo, Darwin, «Es El Pino un lugar bonito donde vivir?»

El se rió y dijo, «No.»

Yo casi esperaba que él declarara enfáticamente, «Si!,» siendo el hermosamente orgulloso hondureño que es, porque yo sé que mi propia jueza interior esta torcida porque la definición de ‘un lugar bonito donde vivir’ que fue inculcada en mi incluye aceras pavimentadas, yardas perfectamente chapeadas siempre, y vecinos respetuosos. Y no digamos uno o dos carros en cada garaje, grandes buses amarillos que hacen sus rondas cada día jalando los niños de ida y vuelta a la bonita escuela publica y ni siquiera una basurita tirada en las calles.

En nuestro vecindario del Pino alguien acaba de construir una cantina en medio de la canchita de fútbol de polvo donde los varones del vecindario solían jugar todo el día, todos los días. Supongo que ahora esos varones caerán en las bandas a una edad aun mas temprana ahora que han sido robados la distracción de patear una pelota vieja entre dos goles hechos de palo.

Ahora que llevamos casi dos años de vivir en nuestra aldea rural del Pino después de haber previamente vivido a una distancia de 35 minutos en carro/bus en el centro de La Ceiba, tal vez por primera vez me estoy permitiendo entender que admitir que esto no es un lugar bonito donde vivir no quiere decir que estoy juzgando injustamente un vecindario en apuros en un país luchador. En el principio, especialmente siendo una extranjera que muchos creían que juzgaría y criticaría a los demás, creo que caminaba a puntitos alrededor de ciertas realidades, explicándolas como meramente diferencias culturales o pobreza básica (y algunas lo son), tomando mi puesto entre las mujeres que lavan la ropa a mano y aprendiendo a preparar una buena tortilla como para no llamar la atención a mi misma ni ofender a los a mi alrededor.

Calles de tierra, cases hechas de pedazos de diferentes materiales, perros flaquísimos que han sido engendrado por endogamia mas veces que podamos contar, culebras venenosas que andan en yardas invadidas por malas hierbas, padres de familia trabajadores quienes se esfuerzan muchísimo solo para lograr poner arroz y frijoles en la mesa, familias sin refrigeradoras — todas estas cosas son, de hecho, matices de cultura que no se deben juzgar, sino aceptar.

Pero hace algunas semanas mientras que conducía por una calle bastante estrecha en las afueras de nuestra aldea con dos de nuestras hijas (Dayana, 14 y Jackeline, 11) creo que Dios me abrió los ojos en una nueva manera a mis alrededores desolados y permitió que mis labios dijeran por primera vez (y no con una actitud de superioridad sino simplemente como una observación sobria): Esto no es un lugar bonito donde vivir.

Nos habíamos parado en frente de una colección de casas bastantes pobres para dejar a nuestra vecina, una nueva amiga de 12 años quien viene de una vida familiar muy violenta forjada con confusión quien estaba aprendiendo el alfabeto por primera vez (junto con cómo llevar ropa modesta) ahora que estaba inscrita en nuestro programa de escuela en casa y pasaba cinco días a la semana en nuestro hogar.

Mientras íbamos en camino en carro hacia su casa, yo le había estado preguntado mas acerca de su familia, intentando entender otro rompecabezas cuyas piezas han sido destrozadas, cuando me dijo del asiento atrás de nuestro carro, «Anoche mi mamá quebró una botella de vidrio sobre la cabeza de mi papá, y el empezó a sangrar de la herida.»

Respiré profundamente mientras que un nuevo entendimiento se cayó sobre me: Es dificial, si no completamente imposible, entender quien es Jesucristo aparte del sufrimiento. Vivir en este lugar plagado con sufrimiento de hecho me trae aun mas cerca al corazon de Dios, a un entendimiento innegable a mi necesidad — nuestra necesidad — de un Salvador, en vez de babarme el corazón con dudas o distanciarme de El.

Paz me envolvió el corazón mientras que me daba vuelta en mi asiento para poder verla cara a cara, y, sin saber que mas decir, simplemente le dije tanto con mis ojos que con mis palabras, «Lo siento.»

Ella se vio bastante sorprendida, como si nadie le hubiera dado el pésame por el ambiente trágico en el cual se esta criando. Me preguntó, «Perdón?»

Le dije de nuevo, «Lo siento. Esto nunca fue el plan de Dios.»

Creo que la segunda vez ella entendió que no me estaba burlando de ella ni intentando hacer mas suave su sufrimiento, sino que le estaba mostrando mi compasión mas profunda.

Después de pasar por aquella calle tan estrecha y amurallada, casi raspando las paredes del carro en los cercos de la calle, brincando para arriba y para abajo mientras que pasábamos por gran hoyos en la calle, paramos el carro. Su madre, una mujer quien se ve capaz y lista para cualquier obra de manipulación, me saludó frenéticamente, compartiendo conmigo con ojos super-abiertos que una vecina suya tiene tres hijos y no tienen qué comer. Quería saber que podía hacer yo para ellos.

Respiré una oración silenciosa hacia Dios, pidiendo su guainza, y la miré a la hermanita menor de nuestra amiga, saludándola por su nombre con una cosquillita a su panza para acompañar un sonido gracioso. Ella solo me miró sin expresión. Me imaginé que sus dos otros hermanos menores estaban en la casa. Habíamos conocido al menor de todos el día anterior, un varón de dos años con un ojo hinchado. Su hermana de 12 años nos había dicho que un borracho en la calle le había pegado en el ojo con un botella de cerveza.

Una vez que yo había terminado de hablar con su madre y arreglar algunos detalles acerca de nuestra relación con sus hijos, con cansancio me senté en mi asiento de nuestro carro, ahora a solas con Dayana y Jackeline. Con mi corazón pesado en mas de un solo sentido, y percibiendo que tenia la atención total de ellas, empecé a asignar palabras a lo que Dios me había estado ensebando: «Chicas, esto nunca fue el plan de Dios. Matrimonios abusivos, niños sin comida, violencia, prostitución, basura tirada por todos lados — todo lo que vemos diariamente aquí en nuestro vecindario –» dejé salir un suspiro profundo, sabiendo que es lo que tenia que agregar, pero Jackeline lo dijo antes que mi —

«Y no digamos en nuestro mundo!»

En algún rinconcito de mi corazón me regocijé que ella seguía mi tren de pensamiento, que mis hijas entienden. «Si, gracias, Jackeline. Todo este sufrimiento y violencia y confusión que vemos y experimentamos en nuestras vidas diarias aquí — y no digamos en otras partes de Honduras o en el mundo entero — nunca fue el plan de Dios.»

Por fin el carro dejó su baile violento y nos subimos a la carretera pavimentada, mucha mas suave que la calle de tierra, y empezamos el viaje de 20 minutos a la escuela primaria de Gleny y Jason para poder llevar a los cuatro a una clase de arte en la ciudad. Intenté conducir lentamente, atesorando cada momento que tenia a solas con estas dos mujercitas, percibiendo que nuestro Padre haría algo especial en la conversación en la cual íbamos entrando.

«Como ustedes ya saben, Dios creó el ambiente perfecto para los seres humanos — aun lo nombró el huerto de Eden, que quiere decir ‘placer,’ pero nosotros somos los que decidimos darle la espalda a esa plena, llena relación con Dios y entrar en una relación torcida con el pecado. Todo lo que ahora vemos — hogares y vidas destruidos, confusión incontrolada, una religión de mentiras, sufrimiento horrible — es el resultado del pecado.» Vuelvo a decírselo: «Nunca fue la intención de Dios; mas bien, lo escogimos. El nos dio la libertad para decidir, y decidimos.»

Si fue dicho que Jesucristo como hombre conocía bien al sufrimiento, creo que estoy llegando a un entendimiento mas profundo cada día de por qué. Como no podría conocer bien al sufrimiento? Conociendo la plenitud, la hermosura, del Padre, habiendo estado en el Huerto del Placer desde el principio, y viendo a qué alcance catastrófico había caído el hombre, destruyendo ambos si mismo y sus hijos, constantemente en guerra con los demás humanos y con Dios, lo que una vez fue un mundo hermosisimo saturado con la gloria de Dios ahora repleto con sufrimiento causado por el pecado engendrando mas sufrimiento y pecado, como podría la encarnación viva del Creador Compasivo no tener un corazón roto?

«Entonces cuando las personas dan un puno enojado hacia Dios, echándole le culpa a El por el sufrimiento en el mundo, están confundidas. No es Dios quien dispone nuestro sufrimiento, sino que empezó con un solo pecado, y como bien sabemos el pecado tiene su manera de crecer e infectar a otros, entonces lo que vemos en el mundo hoy en día — grandes rótulos con mujeres semidesnudas para lograr vender un producto, madres quienes abandonan a sus propios hijos, personas aburridas y vacías, la guerra — es el producto, o el resultado, de años y años y años de pecado, una generación pasando a la siguiente el caos.»

Oh, que complicado tema, y hay tanto que el Señor me enseña diariamente! Hay mucho mas que hay que decir, mas que aprender, experimentar, pero por ahora lo voy a dejar asi: «Pero sabemos que hay una sola manera que escapar, una manera de ‘pagar’ por todo el pecado que se encuentra tanto en el mundo que rugiendo adentro de nosotros mismos.»

Mis hijas escuchan. Ellas ya lo saben, pero todos lo necesitamos escuchar constantemente, porque tan rápidamente lo olvidamos: «Por eso Jesucristo vino, para arreglar toda la confusión sucia que hemos hecho de huerto perfecto del placer de Dios, para darnos un escape de esta olla humeante de muerte. Y aunque ahorita todavía estamos en medio de todo, estamos siendo utilizados por El para levantar las piezas de vidas destruidas por el pecado, glorificando a Dios en el proceso — Y cuan dificil y santa es la tarea! Es un trabajo que nunca acaba, y tal vez, de hecho, esta creciendo cada dia mas! — sabemos que — »

Y vi a mi lado derecho a Dayana, nuestra hija de 14 años, sentada en el carro conmigo, y puse mi mano en su rodilla, esperando en mi corazón que dijera conmigo lo que las dos sabemos es verdad, y lo hizo, sus ojos de repente estudiando los míos y sus labios silenciosamente, lentamente recitando las palabras conmigo: «El les enjugara las lagrimas y no habrá muerte ni llanto ni clamor ni dolor, porque estos pertenecen a un pasado que no existe mas [Apocalipsis 21:4].»